En el
episodio del templo había anunciado Jesús la sustitución del templo por el
Hombre mismo. Es el Hombre el lugar de la presencia y de la acción de Dios, pues
por el Espíritu que en él habita brilla en él la gloria/amor y en su actividad se
desarrolla la actividad creadora y vivificante. El hijo es la presencia del Padre
y actúa como el Padre.
Si el hombre
es portador del Espíritu/vida de Dios y su presencia en la tierra, hay que aclarar
qué queda de la antigua idea de culto, propia de las religiones. En la escena del
templo, al expulsar a las ovejas, símbolo de los fieles, Jesús muestra que la
sociedad nueva no se construye sobre un fundamento religioso tradicional. Dios es
ahora «el Padre». Con esta denominación Jesús lo saca del templo y lo coloca en
la intimidad del hombre; el Reino o nueva sociedad no estará constituido por
súbditos de un Dios soberano, sino por hijos de un Padre; será una comunidad
humana en la que dominen los lazos de amor, solidaridad y comunión de vida.
El
problema del culto se trata también en el episodio de la samaritana, donde Jesús
lo cambia completamente de registro. La mujer, que reconoce la idolatría de su
pueblo, quiere que Jesús le indique cómo tiene que agradar al Dios verdadero,
y, siguiendo la antigua concepción religiosa, cree que el problema se resuelve
con la práctica del culto legítimo en el lugar apropiado. Así habla la mujer a
Jesús: Señor, veo que tú eres profeta. Nuestros padres celebraron el culto
en este monte; en cambio, vosotros decís que el lugar donde hay que celebrarlo está en Jerusalén.
La
respuesta de Jesús es desconcertante: Créeme, mujer: se acerca la hora en
que no daréis culto al Padre ni en este monte ni en Jerusalén (4,21). Para
la mujer eran los dos únicos lugares que podían pretender una legitimidad religiosa:
el templo de Jerusalén y el templo samaritano del monte Garizim, destruido por
los judíos el año 128 a.C. Jesús anuncia un cambio radical: ha terminado la
época de los templos; el culto a Dios no tendrá lugar privilegiado.
Jesús
vuelve a llamar Padre a Dios, subrayando el vínculo familiar y personal con él;
esto cambia el carácter del culto, que pasa también a ser personal, en el marco
de la relación hijo-Padre.
Jesús
explica el carácter del nuevo culto: Se acerca la hora, o, mejor dicho, ha
llegado, en que los que dan culto verdadero adorarán al Padre con Espíritu y lealtad,
pues el Padre busca
hombres que lo adoren así.
El
verdadero culto a Dios suprimirá el culto samaritano y el judío, para
sustituirlos por un culto nuevo, que no se dará ya a un Dios lejano, sino al
Padre, unido al hombre por una relación personal, la anunciada en Caná, y que
se realizará con Espíritu y lealtad.
La
frase con Espíritu y lealtad está en paralelo con la del prólogo (1,14),
plenitud de amor y lealtad. El Espíritu es el amor, de ahí que pueda ir
acompañado del sustantivo «lealtad». El «espíritu» expresa el amor en términos
de fuerza, vida y acción. El culto con Espíritu y lealtad es, por tanto, la práctica
del amor fiel al hombre, que no necesita templos.
Para
entender del todo lo que Jesús propone hay que profundizar en el concepto del
«culto», descubriendo la raíz de la que nacieron los cultos religiosos. «Dar
culto» a Dios significa darle honra, exaltarlo. Es evidente que la calidad del culto
dependerá de la idea de Dios y de la relación del hombre con él que profesen
los fieles de una religión determinada. Si se concibe a Dios como violento y
sanguinario, el culto llegará a practicar el sacrificio humano. Si se le concibe
como soberano, el culto reflejará el sometimiento de sus fieles. En cada caso
se pretende honrar a un dios como se piensa que él desea ser honrado.
Al
cambiar Jesús completamente la idea de Dios, cambia el carácter del culto. El
Dios que es Padre, es decir, aquel que por amor al hombre le comunica su propia
vida, haciéndolo semejante a él, considera honra suya que el hombre se parezca
a él cada vez más. Dios es Espíritu, y los que lo adoran han de dar culto con
espíritu y lealtad (4,24), es decir, Dios es dinamismo de amor, que se ha
expresado en la creación del hombre y sigue actuando hasta llevarla a su
término, comunicándole su propia vida.
Esto
hace comprender los efectos del agua viva que Jesús da a beber y que apaga la
sed del hombre. Este agua es la experiencia constante, a través de Jesús, de la
presencia y amor del Padre. La experiencia del amor produce, a su vez, en cada
hombre, la capacidad de amar generosamente como se siente amado (4,14: se le
convertirá dentro en un manantial).
Siendo el amor la línea fundamental de desarrollo y personalización del
hombre, su actividad irá realizando en él el proyecto creador.
El
culto a Dios deja de ser vertical, pues él está presente en el hombre por el
Espíritu: el Padre y Jesús son compañeros de vida del que practica el amor
(14,23). La relación con Dios es la de una sintonía que impulsa a una semejanza
cada vez mayor (14,6: el camino hacia el Padre) y lleva a amar al hombre
hasta la entrega total. Ese es el único culto que el Padre busca y, por tanto, acepta:
la prolongación del dinamismo de amor que es él mismo y que él comunica.
El
culto antiguo exigía del hombre una renuncia a bienes exteriores (sacrificios,
etc.). Era una humillación del hombre, una disminución ante un Dios soberano.
El nuevo culto no humilla al hombre; al contrario, lo eleva, haciéndolo cada vez
más semejante al Padre. El antiguo culto subrayaba la distancia entre Dios y el
hombre; el nuevo tiende a suprimirla.