Podemos
profundizar en esta diferencia entre la Ley y el Espíritu/amor. La Ley propone
al hombre un modelo, un superyó, al que debe aspirar. Pero es un modelo
extrínseco, no nace de la realidad de la persona, se le impone desde fuera. Por
eso el modelo no se ajusta al individuo y éste nunca puede llegar hasta él; de
ahí la sed continua, la frustración incesante que produce el esfuerzo por alcanzado.
Por otra parte, siendo la Ley una norma social, el modelo que propone es
genérico, sin tener en cuenta la peculiaridad del individuo, por lo que la
identificación con ese modelo produce una creciente despersonalización.
Frustración y despersonalización son la consecuencia de una espiritualidad
basada en la Ley.
Todo lo
contrario sucede con el Espíritu. La comunicación del Espíritu, que es fuerza de
vida y amor, no propone al hombre un modelo; simplemente potencia su ser, capacitándolo
para un amor y una entrega cada vez más plenos. El hombre se siente impulsado a
la acción en favor de otros, para comunicarles vida. Así se va desarrollando en
sus diferentes dimensiones y posibilidades. Cuál será su meta, ni él mismo lo sabe,
pues no conoce siquiera las capacidades que posee.
El ejercicio del amor lo irá desarrollando armónicamente, y se irá descubriendo él mismo. De hecho, no puede haber una meta genérica; cada individuo es una tierra diferente, y aunque
regados todos con la misma agua, el Espíritu/amor, dará cada uno una flor y un fruto distintos. Se va produciendo la personalización plena.
Hay que
notar que la concepción de Jesús libera también al hombre de cualquier otro
superyó que él mismo se cree y que no suele ser más que la proyección de sus
ambiciones o el reverso de sus frustraciones íntimas. La aspiración a esas metas,
con tanta frecuencia irreales y deformadoras, amarga la existencia y hace vivir
fuera de la realidad propia y ajena. Uno piensa conocerse tan a fondo que puede
dibujar su propio modelo y prever la senda que a él conduce. A menudo, el mero
pasar de los años demuestra al hombre que no se conocía y que su modelo era
ficticio.
El
agua/Espíritu elimina la sed, precisamente porque no propone una meta acuciante.
El hombre de espíritu vive en su presente, procurando traducir en acción, en
cada circunstancia, el impulso de amor que lleva dentro. Cada acto de entrega
es completo en sí mismo. Al mismo tiempo, dilata el ser del hombre, permitiéndole
entregarse cada vez más plenamente. Es un crecimiento gozoso, sin angustia, un
acercamiento paulatino al Padre, por ir realizando en uno mismo la semejanza
propia del hijo.
Por ser
dinamismo de amor, el Espíritu excluye la búsqueda de una perfección individual
aislada. No puede replegarse en sí mismo, porque su esencia es la entrega a los
demás. Es en esa entrega donde se verifica el crecimiento, sin pensar siquiera en ello. Notemos
que la palabra «perfección/perfecto» no aparece en Juan, Marcos ni Lucas;
solamente dos veces en Mateo, para oponerse precisamente a la búsqueda farisea de perfección por la
observancia de la Ley; en un caso (5,48), la pone en el amor universal, como el
del Padre; en el segundo (19,21), indica la madurez humana que procura la opción radical contra la
injusticia, que nace del amor a los hombres.
Sólo un
agua perenne y siempre disponible puede quitar la sed. Esta es la que promete
Jesús. El Espíritu/amor que él comunica se convierte en cada hombre en un
manantial que brota continuamente y que, por tanto, continuamente le da vida y
fecundidad. El hombre lleva dentro el nuevo principio de vida. Así, cada uno se
desarrolla en su dimensión personal.
El Espíritu es personalizante; la Ley, absolutizada como norma, despersonaliza. El Espíritu es un manantial interno, no externo, como el de Jacob. El hombre recibe vida/amor en su raíz misma (dentro), en lo profundo de su ser, no por acomodarse a normas externas. Es un don permanente, que hace nacer a una vida nueva y la mantiene, que abre el horizonte de la sociedad nueva (el reino de Dios). Su fuerza (salta) es garantía de plenitud de vida, como lo afirma Jesús en otro lugar (10,10):Yo he venido para que tengan vida y les rebose. Es un manantial interno, pero para la relación. Si se aísla, muere.
Siendo
en todos la misma agua, la que da Jesús, crea unidad con él y entre todos; saltando
en cada uno como manantial propio, y fecundando la tierra de que está hecho, produce
un fruto diversificado. Retorna la idea expuesta en el episodio de Nicodemo. No
basta aprender una sabiduría, el hombre necesita una nueva clase de vida, de
fuerza y fecundidad interior. Cuando la reciba estará completo, tendrá el nivel
que le corresponde según el designio creador.
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