jueves, 28 de marzo de 2013

Ley y Espíritu.



Podemos profundizar en esta diferencia entre la Ley y el Espíritu/amor. La Ley propone al hombre un modelo, un superyó, al que debe aspirar. Pero es un modelo extrínseco, no nace de la realidad de la persona, se le impone desde fuera. Por eso el modelo no se ajusta al individuo y éste nunca puede llegar hasta él; de ahí la sed continua, la frustración incesante que produce el esfuerzo por alcanzado. Por otra parte, siendo la Ley una norma social, el modelo que propone es genérico, sin tener en cuenta la peculiaridad del individuo, por lo que la identificación con ese modelo produce una creciente despersonalización. Frustración y despersonalización son la consecuencia de una espiritualidad basada en la Ley. 

Todo lo contrario sucede con el Espíritu. La comunicación del Espíritu, que es fuerza de vida y amor, no propone al hombre un modelo; simplemente potencia su ser, capacitándolo para un amor y una entrega cada vez más plenos. El hombre se siente impulsado a la acción en favor de otros, para comunicarles vida. Así se va desarrollando en sus diferentes dimensiones y posibilidades. Cuál será su meta, ni él mismo lo sabe, pues no conoce siquiera las capacidades que posee. 

El ejercicio del amor lo irá desarrollando armónicamente, y se irá descubriendo él mismo. De hecho, no puede haber una meta genérica; cada individuo es una tierra diferente, y aunque
regados todos con la misma agua, el Espíritu/amor, dará cada uno una flor y un fruto distintos. Se va produciendo la personalización plena. 

Hay que notar que la concepción de Jesús libera también al hombre de cualquier otro superyó que él mismo se cree y que no suele ser más que la proyección de sus ambiciones o el reverso de sus frustraciones íntimas. La aspiración a esas metas, con tanta frecuencia irreales y deformadoras, amarga la existencia y hace vivir fuera de la realidad propia y ajena. Uno piensa conocerse tan a fondo que puede dibujar su propio modelo y prever la senda que a él conduce. A menudo, el mero pasar de los años demuestra al hombre que no se conocía y que su modelo era ficticio. 

El agua/Espíritu elimina la sed, precisamente porque no propone una meta acuciante. El hombre de espíritu vive en su presente, procurando traducir en acción, en cada circunstancia, el impulso de amor que lleva dentro. Cada acto de entrega es completo en sí mismo. Al mismo tiempo, dilata el ser del hombre, permitiéndole entregarse cada vez más plenamente. Es un crecimiento gozoso, sin angustia, un acercamiento paulatino al Padre, por ir realizando en uno mismo la semejanza propia del hijo. 

Por ser dinamismo de amor, el Espíritu excluye la búsqueda de una perfección individual aislada. No puede replegarse en sí mismo, porque su esencia es la entrega a los demás. Es en esa entrega donde se verifica el crecimiento, sin pensar siquiera en ello. Notemos que la palabra «perfección/perfecto» no aparece en Juan, Marcos ni Lucas; solamente dos veces en Mateo, para oponerse precisamente a la búsqueda farisea de perfección por la observancia de la Ley; en un caso (5,48), la pone en el amor universal, como el del Padre; en el segundo (19,21), indica la madurez humana que procura la opción radical contra la injusticia, que nace del amor a los hombres.

Sólo un agua perenne y siempre disponible puede quitar la sed. Esta es la que promete Jesús. El Espíritu/amor que él comunica se convierte en cada hombre en un manantial que brota continuamente y que, por tanto, continuamente le da vida y fecundidad. El hombre lleva dentro el nuevo principio de vida. Así, cada uno se desarrolla en su dimensión personal. 

El Espíritu es personalizante; la Ley, absolutizada como norma, despersonaliza. El Espíritu es un manantial interno, no externo, como el de Jacob. El hombre recibe vida/amor en su raíz misma (dentro), en lo profundo de su ser, no por acomodarse a normas externas. Es un don permanente, que hace nacer a una vida nueva y la mantiene, que abre el horizonte de la sociedad nueva (el reino de Dios). Su fuerza (salta) es garantía de plenitud de vida, como lo afirma Jesús en otro lugar (10,10):
Yo he venido para que tengan vida y les rebose. Es un manantial interno, pero para la relación. Si se aísla, muere. 

Siendo en todos la misma agua, la que da Jesús, crea unidad con él y entre todos; saltando en cada uno como manantial propio, y fecundando la tierra de que está hecho, produce un fruto diversificado. Retorna la idea expuesta en el episodio de Nicodemo. No basta aprender una sabiduría, el hombre necesita una nueva clase de vida, de fuerza y fecundidad interior. Cuando la reciba estará completo, tendrá el nivel que le corresponde según el designio creador.

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