Consideremos
el segundo episodio (2,13-22). En el evangelio de Juan, la manifestación mesiánica
de Jesús se coloca al principio de su actividad pública. En el templo de
Jerusalén, centro de las instituciones y símbolo de la gloria de la nación, se presenta
Jesús durante las fiestas de Pascua, cuando la ciudad está repleta de
peregrinos de todo el país judío.
Juan
emplea un símbolo conocido para indicar la presentación mesiánica de Jesús. Este
forma «un azote de cuerdas». Era proverbial la frase «el azote del Mesías» para
significar los dolores que había de comportar la llegada de la era mesiánica. Pero
es sorprendente el uso que hace Jesús de este azote: con él arroja fuera del
templo el ganado que se vendía para los sacrificios, las ovejas y los bueyes.
Al
expulsar del templo a los animales, material de los sacrificios, declara la
invalidez de éstos y del culto entero, del que los sacrificios constituían el
momento cumbre. Jesús no denuncia solamente, como habían hecho los profetas, el
culto que encubre la injusticia (cf. Is 1,11-17; 58,1-2; Jr 7,21-26; Os 5,6-7; 8,13;
Am 4,4s; 5,21-24; Eclo 34,18-20; 35,14-16; Sal 50,13), sino el culto que es en
sí mismo una injusticia, por ser un medio de explotación del pueblo. No propone,
como los profetas, la reforma, sino la abolición.
La expulsión
material de ovejas y bueyes tiene además un sentido simbólico. Las ovejas son
figura del pueblo, encerrado en el recinto donde está condenado al sacrificio (cf.
10,8). Los dirigentes explotan al pueblo, verdadera víctima del culto, sacrifican
y destruyen el rebaño, a cuya costa viven. Como lo indica su gesto, Jesús no se
propone reforzar la institución religiosa, sino, por el contrario, sacar al pueblo de ella.
El
motivo que inspira a Jesús para esta actitud respecto a la religión es doble, y
aparece en las dos acciones que cumple inmediatamente después: a los cambistas
les desparrama las monedas y les vuelca las mesas, a los vendedores de palomas les
ordena quitar de en medio su mercancía.
Los
cambistas representaban el tráfico y el sistema económico del templo. Todos los
judíos mayores de veintiún años estaban obligados a pagar un tributo anual al
templo, e infinidad de donativos en dinero iban a parar al Tesoro del templo. En
la Antigüedad, los templos, por la inmunidad que les confería su carácter
sagrado, eran el lugar elegido por los pudientes para depositar su dinero, consistente
sobre todo en cantidades de oro y plata. De hecho, el templo de Jerusalén era el
mayor banco de la Antigüedad. Ahora bien: para pagar el tributo y para los
donativos no se podía usar moneda que llevase la efigie imperial, considerada
idolátrica por los judíos. El templo acuñaba su propia moneda, y los que habían
de pagar debían cambiar las monedas de curso ordinario por las propias del
templo; los cambistas cobraban, naturalmente, su comisión.
Al volcar
las mesas de los cambistas y desparramar las monedas, Jesús está atacando directamente
al tributo al templo y, con él, al sistema económico religioso. El templo es para
él una empresa que explota económicamente al pueblo. De hecho, el culto
proporcionaba enormes riquezas a la ciudad. Sostenía a la nobleza sacerdotal,
al clero y a los empleados del templo. El gesto de Jesús toca, por tanto, un
punto neurálgico: el sistema económico del templo, con su enorme aflujo de
dinero procedente de todo el mundo conocido, desde Mesopotamia hasta el occidente
del Mediterráneo. Era otra forma de explotación.
La
siguiente acción de Jesús es dirigirse a los que vendían palomas, diciéndoles: Quitad
eso de ahí, no convirtáis la casa de mi Padre en una casa de negocios. Las
palomas eran los animales sacrificiales de menor importancia; son sus vendedores,
sin embargo, los únicos a quienes Jesús se dirige y a los que hace responsables
de la corrupción del templo. Este trato sería desproporcionado, a menos que los
vendedores tengan un significado central en la narración. De hecho, la responsabilidad
exclusiva que les atribuye Jesús en la profanación del templo indica que
representan a la jerarquía sacerdotal. De ahí su relación con el simbolismo de
las palomas.
La
paloma era el animal usado en los holocaustos propiciatarios (Lv 1,14-17) y en
los sacrificios de purificación y expiación (Lv 12,8; 15,14.29), especialmente si
los que habían de ofrecerlos eran pobres (Lv 5,7; 14,22.30s). Ofrecer holocaustos
y sacrificios eran maneras de reconciliarse con Dios. Los vendedores de palomas
son, por tanto, los que ofrecen la reconciliación con Dios por dinero;
representan a la jerarquía sacerdotal, que comercia con el favor de Dios. Explota
en particular a los pobres, ofreciéndoles por dinero presuntos favores divinos.
Por eso, en contraste con las dos ocasiones anteriores, Jesús no ejecuta acción
alguna; se dirige a los vendedores mismos. Son ellos los que tienen que desistir de su comercio, que
presenta a Dios como un comerciante más. De ahí que esta acusación sea la más
grave de las tres que hace Jesús: explotación del pueblo por medio del culto (sacrificios de animales)
y del impuesto (cambistas), pero, sobre todo, par el interesado engaño de los
pobres con el fraude de lo sagrado.
La
repetición del término «casa» en la frase de Jesús (casa de mi Padre, casa de
negocios), que denota habitación estable, indica la sustitución permanente
del culto a Dios por el comercio. El templo no es ya tal, sino un mercado; el
dios primario del templo es el dinero. Al llamar a Dios mi Padre, Jesús lo
saca del templo; la relación con él ya no es religiosa, sino familiar, en el
ámbito doméstico. El término desacraliza a Dios. La relación con él ya no es de
temor, fundamento de la religión, sino de amor, intimidad y confianza. En la
casa de su Padre no puede haber comercio; siendo casa de familia, todo
pertenece a todos.
Tal es
la denuncia que hace Jesús de la situación: Dios está subordinado a la codicia y
es utilizado para explotar a la gente.
Pero la
frase de Jesús a los vendedores/dirigentes es exhortación al mismo tiempo que denuncia;
Jesús no se presenta sencillamente para condenarlos (3,17; 12,47), sino para invitarlos
a responder; la expresión no convirtáis deja abierta la posibilidad de
rectificar. Jesús no da sentencia contra nadie: es el hombre mismo el que se da
su propia sentencia, respondiendo o negándose a responder a la luz (1,9; 3,18s).
Resumiendo
el contenido de la acción de Jesús, éste anuncia en primer lugar su intención
de sacar al pueblo de la institución religiosa, que lo explota con el culto, los
impuestos y el fraude de lo sagrado. Los explotadores son las autoridades del
templo, el sacerdocio, y los dirigentes judíos en general, quienes, con su
proceder, deforman la imagen de Dios, convirtiéndolo en un tirano. El templo y el
culto retratan a un Dios ávido y exigente en lugar de un Padre dador de vida.
La
postura radical de Jesús respecto al templo queda confirmada con la afirmación
de que él mismo es el santuario de Dios. Se acabaron los templos. El lugar
donde brilla la presencia/amor de Dios es el hombre mismo (el Hijo).
Los
discípulos de Jesús interpretan mal su acción en el templo. A la luz de un texto
del AT (Sal 69,10: «la pasión por tu casa me consumirá») piensan que Jesús
pretende reformar las instituciones por la violencia. Proyectan sobre Jesús su
propia idea del Mesías. Lo mismo sucede con las masas que se encuentran en
Jerusalén en aquellas fechas. Ven en Jesús al reformador violento y le dan una
ferviente adhesión (2,23-25). No se dan cuenta del propósito radical de Jesús: no
pretende reformar, sino sustituir, liberando al hombre de todas las
instituciones mediadoras y dándole el protagonismo que le corresponde según el
plan de Dios.
Esta
actitud radical prepara 10 que significa el nuevo nacimiento. Jesús no viene a
continuar la línea religiosa tradicional. La relación del hombre con Dios es
inmediata, el Hombre mismo es el
santuario de Dios, cuya presencia se manifiesta en la del Espíritu/amor; como
Jesús, su seguidor se opone a la opresión y explotación del pueblo en
cualquiera de sus formas, en particular a la ejercida en nombre de Dios; la nueva
sociedad no se basará en el dinero ni se instaurará por la violencia.
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