jueves, 28 de marzo de 2013

IV. LA ILUMINACIÓN.



«La iluminación» es uno de los nombres antiguos del bautismo cristiano. Notemos la coincidencia del término con el usado por las religiones o filosofías orientales. La diferencia, sin embargo, es patente; lo que para esas filosofías es meta, para el cristiano es principio. 

¿En qué consiste esa iluminación? En el evangelio de Juan está escenificada en el episodio de la curación del ciego de nacimiento (9,1ss). Este personaje representa en el evangelio a la parte del pueblo que, debido a la opresión que  ha sufrido, nunca ha podido descubrir ni conocer lo que significa ser persona; ha nacido y está en la condición de «carne», y es la debilidad propia de esa condición la que permite que haya sido un oprimido ancestral, sin culpa propia ni de sus padres (9,3).  

Este hombre no es cómplice, pero sí víctima del pecado del mundo en este caso, el de los dirigentes que ejercen la opresión (9,41). La obra de Jesús con el ciego «abriéndole los ojos» (9,10.14.17, etc.) equivale al segundo nacimiento. Así lo indica el símbolo que usa Jesús, significando la creación del hombre: con la tierra (la carne) y su saliva (el Espíritu) hace barro (el hombre acabado: carne + espíritu). 

Al ungir los ojos del ciego con «su barro» (9,6: Jesús modelo de Hombre, cf. 9,35), el ciego percibe la luz/verdad: percibe el amor de Dios manifestado por Jesús y conoce la plenitud humana a que ese  amor lo llama y que Jesús puede realizar en él. Al aceptar la invitación de Jesús a lavarse (aceptación del agua/Espíritu) en la piscina del Enviado (Jesús, cuya agua es el Espíritu), obtiene la vista. Ha llegado a la nueva condición de hombre. Ahora es libre, ha perdido el miedo a los dirigentes y se enfrenta con ellos (9,13-33); una vez nacido de nuevo no puede ser sometido Y es incompatible con el sistema opresor (9,34: expulsión). 

La iluminación del ciego ha consistido en hacerle ver lo que es Dios Y lo que es el hombre. Cuando acepta la invitación de Jesús, el saber se convierte en experiencia interior. Dios no es el Soberano dominador del hombre; es la vida y el amor sin límite que desea comunicarse a él. El hombre no es un siervo ni está destinado a someterse a un yugo opresor; el proyecto de Dios sobre él lo destina a la plena libertad y desarrollo por el amor. Libertad y amor, inseparables. Nadie puede dar lo que no es suyo. El hombre ha de ser plenamente dueño de su persona para poder entregarla.          
   
La iluminación es, por tanto, una experiencia interior de Dios-amor. Esta cambia, en primer lugar, la relación hombre-Dios, que pasa de ser la de Señor-siervo, basada en el sometimiento del temor, a la de Padre-hijo, basada en la libertad del amor. Cambia también la relación del hombre consigo mismo de considerarse el irremediablemente indigno, el hombre se ve ahora como objeto de un amor sin límite y llamado a una realización que lo asemeja a Dios su Padre. Cambia la relación con los demás hombres, a los que ve como objeto del mismo amor y llamados a la misma realización. Su actitud será ahora la de manifestar su propio amor, para invitar a todos a la misma experiencia. Cambia, finalmente la relación con el mundo, que se le muestra como un regalo del amor del Padre y al que no pretenderá dominar, sino vivificar. 

En el episodio del ciego, la nueva condición del hombre se manifiesta inmediatamente en la independencia (9,8: antes era mendigo) y libertad de movimientos (9,8: antes estaba sentado, inmóvil), así como por la identidad encontrada (9,9).

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