jueves, 28 de marzo de 2013

El compromiso de vida.



En el episodio del templo había anunciado Jesús la sustitución del templo por el Hombre mismo. Es el Hombre el lugar de la presencia y de la acción de Dios, pues por el Espíritu que en él habita brilla en él la gloria/amor y en su actividad se desarrolla la actividad creadora y vivificante. El hijo es la presencia del Padre y actúa como el Padre. 

Si el hombre es portador del Espíritu/vida de Dios y su presencia en la tierra, hay que aclarar qué queda de la antigua idea de culto, propia de las religiones. En la escena del templo, al expulsar a las ovejas, símbolo de los fieles, Jesús muestra que la sociedad nueva no se construye sobre un fundamento religioso tradicional. Dios es ahora «el Padre». Con esta denominación Jesús lo saca del templo y lo coloca en la intimidad del hombre; el Reino o nueva sociedad no estará constituido por súbditos de un Dios soberano, sino por hijos de un Padre; será una comunidad humana en la que dominen los lazos de amor, solidaridad y comunión de vida. 

El problema del culto se trata también en el episodio de la samaritana, donde Jesús lo cambia completamente de registro. La mujer, que reconoce la idolatría de su pueblo, quiere que Jesús le indique cómo tiene que agradar al Dios verdadero, y, siguiendo la antigua concepción religiosa, cree que el problema se resuelve con la práctica del culto legítimo en el lugar apropiado. Así habla la mujer a Jesús: Señor, veo que tú eres profeta. Nuestros padres celebraron el culto en este monte; en cambio, vosotros decís que el lugar donde hay que celebrarlo está en Jerusalén. 

La respuesta de Jesús es desconcertante: Créeme, mujer: se acerca la hora en que no daréis culto al Padre ni en este monte ni en Jerusalén (4,21). Para la mujer eran los dos únicos lugares que podían pretender una legitimidad religiosa: el templo de Jerusalén y el templo samaritano del monte Garizim, destruido por los judíos el año 128 a.C. Jesús anuncia un cambio radical: ha terminado la época de los templos; el culto a Dios no tendrá lugar privilegiado.
Jesús vuelve a llamar Padre a Dios, subrayando el vínculo familiar y personal con él; esto cambia el carácter del culto, que pasa también a ser personal, en el marco de la relación hijo-Padre. 

Jesús explica el carácter del nuevo culto: Se acerca la hora, o, mejor dicho, ha llegado, en que los que dan culto verdadero adorarán al Padre con Espíritu y lealtad, pues el Padre busca
hombres que lo adoren así. 

El verdadero culto a Dios suprimirá el culto samaritano y el judío, para sustituirlos por un culto nuevo, que no se dará ya a un Dios lejano, sino al Padre, unido al hombre por una relación personal, la anunciada en Caná, y que se realizará con Espíritu y lealtad. 

La frase con Espíritu y lealtad está en paralelo con la del prólogo (1,14), plenitud de amor y lealtad. El Espíritu es el amor, de ahí que pueda ir acompañado del sustantivo «lealtad». El «espíritu» expresa el amor en términos de fuerza, vida y acción. El culto con Espíritu y lealtad es, por tanto, la práctica del amor fiel al hombre, que no necesita templos. 

Para entender del todo lo que Jesús propone hay que profundizar en el concepto del «culto», descubriendo la raíz de la que nacieron los cultos religiosos. «Dar culto» a Dios significa darle honra, exaltarlo. Es evidente que la calidad del culto dependerá de la idea de Dios y de la relación del hombre con él que profesen los fieles de una religión determinada. Si se concibe a Dios como violento y sanguinario, el culto llegará a practicar el sacrificio humano. Si se le concibe como soberano, el culto reflejará el sometimiento de sus fieles. En cada caso se pretende honrar a un dios como se piensa que él desea ser honrado. 

Al cambiar Jesús completamente la idea de Dios, cambia el carácter del culto. El Dios que es Padre, es decir, aquel que por amor al hombre le comunica su propia vida, haciéndolo semejante a él, considera honra suya que el hombre se parezca a él cada vez más. Dios es Espíritu, y los que lo adoran han de dar culto con espíritu y lealtad (4,24), es decir, Dios es dinamismo de amor, que se ha expresado en la creación del hombre y sigue actuando hasta llevarla a su término, comunicándole su propia vida. 

Esto hace comprender los efectos del agua viva que Jesús da a beber y que apaga la sed del hombre. Este agua es la experiencia constante, a través de Jesús, de la presencia y amor del Padre. La experiencia del amor produce, a su vez, en cada hombre, la capacidad de amar generosamente como se siente amado (4,14: se le convertirá dentro en un manantial). 

Siendo el amor la línea fundamental de desarrollo y personalización del hombre, su actividad irá realizando en él el proyecto creador.
El culto a Dios deja de ser vertical, pues él está presente en el hombre por el Espíritu: el Padre y Jesús son compañeros de vida del que practica el amor (14,23). La relación con Dios es la de una sintonía que impulsa a una semejanza cada vez mayor (14,6: el camino hacia el Padre) y lleva a amar al hombre hasta la entrega total. Ese es el único culto que el Padre busca y, por tanto, acepta: la prolongación del dinamismo de amor que es él mismo y que él comunica.               

El culto antiguo exigía del hombre una renuncia a bienes exteriores (sacrificios, etc.). Era una humillación del hombre, una disminución ante un Dios soberano. El nuevo culto no humilla al hombre; al contrario, lo eleva, haciéndolo cada vez más semejante al Padre. El antiguo culto subrayaba la distancia entre Dios y el hombre; el nuevo tiende a suprimirla.

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