miércoles, 27 de marzo de 2013

"De la carne nace carne"



Jesús sigue explicando el sentido de su frase, ahora mediante una oposición: De la carne nace carne, del Espíritu nace espíritu Un 3,6). Hay dos principios de vida, la carne y el Espíritu: cada uno transmite la vida que posee. La carne, concepto estático, denota la condición humana débil, el hombre inacabado, no terminado de crear; en consecuencia, transitorio, mortal, sin éxito. El Espíritu, concepto dinámico, denota la fuerza vital de Dios y el hombre acabado, personalizado por su nueva capacidad de amar; el Espíritu transforma al hombre. 

Sólo lo que está animado por esta fuerza de vida tiene futuro. La Ley, incapaz de cambiar al hombre, lleva al fracaso. Las metas, ideales, aspiraciones fariseas fundadas en su tradición y en su observancia, son carne, debilidad, frustración. Nunca se conseguirá realizar con ella la nueva sociedad humana. 

El hombre sin plenitud, no terminado, es incapaz de realizar el proyecto de Dios sobre él. Jesús viene a terminar al hombre; pasado este umbral de la plenitud humana, podrá comenzar su actividad.
Nicodemo, como fariseo, piensa que la creación no continúa, que Dios ha terminado su tarea y el mundo está cerrado. Jesús no reconoce el descanso (5,17: mi Padre sigue trabajando); la creación no está terminada, el mundo está abierto. Nicodemo piensa conocerlo todo sobre la sociedad perfecta; todo está contenido en la antigua Ley y se trata solamente de aplicarla. Jesús abre un futuro imprevisible para la alternativa; no la define, porque depende de la nueva creatividad que adquiere el hombre. Sus estructuras no serán fijas; se irán desarrollando y cambiando con el hombre mismo. 

Existe, por tanto, para el hombre un doble nacimiento: el físico o natural, que lo constituye en la condición humana llamada carne, caracterizada por su debilidad y transitoriedad. El hombre así nacido aún no está acabado; por eso, para realizarse como hombre y poder participar del reino de Dios, necesita «nacer de nuevo/de arriba» o, en otros términos, «de agua y Espíritu», participando del amor/vida que procede del Padre y se manifiesta en Jesús. Este nacimiento, que completa el primero, hace que el hombre sea «espíritu», es decir, fuerza de vida y amor, semejante a Dios (4,24: Dios es Espíritu) en la capacidad de amar y libre como el Espíritu mismo (3,8). Pero así como el primer nacimiento no depende de la voluntad del individuo, el segundo sí. No se trata de un nacimiento automático, ni de un don de Dios arbitrario, ni de una limosna que Dios hace. El hombre mismo, libremente, debe contribuir a su creación; es la opción del hombre por el amor y la vida la que lo pone en sintonía con Jesús y le permite participar de su Espíritu (1,16).

Existen, pues, para el hombre dos posibilidades: o bien nacer del Espíritu y ser espíritu (amor leal), ver acabada en sí mismo la obra creadora y comenzar su camino para realizar en sí el proyecto divino de plenitud de vida, o bien no responder a la invitación de Dios y quedarse en la esfera de la carne, es decir, de la debilidad y la impotencia. 

La carne vincula con una madre (3,4: volver al seno de su madre y nacer), es decir, con una raza y un pueblo. El Espíritu sopla donde quiere (3,8); el aliento de Dios (Gn 2,7) comunica vida sin estar limitado por raza o región; el Espíritu creador es libre, no está ligado a nada ni por nadie. Paralelamente, los que nacen del Espíritu no se sienten encerrados en los límites de un pueblo o tradición. Si no se pueden establecer reglas para el Espíritu, tampoco el origen, historia o experiencia anterior pueden ser norma última para el hombre nuevo que nace de él: El viento sopla donde quiere, y oyes su ruido, aunque no sabes de dónde viene ni adónde se marcha. Eso pasa con todo el que ha nacido del Espíritu. No se definen ya por su origen, por su «carne» ni se identifican con ella; tampoco sus objetivos son los que podrían deducirse de su pertenencia a un pueblo o a una sociedad. No se les puede encasillar, y rompen los marcos de referencia. Saben de dónde vienen y adónde van, cuál es su itinerario: el camino hacia el Padre por la práctica del amor leal hasta el extremo (13,1). Pero el que sigue en la esfera de la «carne» no puede comprenderlo ni acepta su testimonio para él, la voz del Espíritu es un ruido.

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