Jesús sigue
explicando el sentido de su frase, ahora mediante una oposición: De la carne
nace carne, del Espíritu nace espíritu Un 3,6). Hay dos principios de vida,
la carne y el Espíritu: cada uno transmite la vida que posee. La carne, concepto
estático, denota la condición humana débil, el hombre inacabado, no terminado de
crear; en consecuencia, transitorio, mortal, sin éxito. El Espíritu, concepto
dinámico, denota la fuerza vital de Dios y el hombre acabado, personalizado por
su nueva capacidad de amar; el Espíritu transforma al hombre.
Sólo lo
que está animado por esta fuerza de vida tiene futuro. La Ley, incapaz de
cambiar al hombre, lleva al fracaso. Las metas, ideales, aspiraciones fariseas
fundadas en su tradición y en su observancia, son carne, debilidad, frustración.
Nunca se conseguirá realizar con ella la nueva sociedad humana.
El
hombre sin plenitud, no terminado, es incapaz de realizar el proyecto de Dios
sobre él. Jesús viene a terminar al hombre; pasado este umbral de la plenitud
humana, podrá comenzar su actividad.
Nicodemo,
como fariseo, piensa que la creación no continúa, que Dios ha terminado su
tarea y el mundo está cerrado. Jesús no reconoce el descanso (5,17: mi Padre
sigue trabajando); la creación no está terminada, el mundo está abierto. Nicodemo
piensa conocerlo todo sobre la sociedad perfecta; todo está contenido en la
antigua Ley y se trata solamente de aplicarla. Jesús abre un futuro
imprevisible para la alternativa; no la define, porque depende de la nueva
creatividad que adquiere el hombre. Sus estructuras no serán fijas; se irán desarrollando
y cambiando con el hombre mismo.
Existe,
por tanto, para el hombre un doble nacimiento: el físico o natural, que lo constituye
en la condición humana llamada carne, caracterizada por su debilidad y transitoriedad.
El hombre así nacido aún no está acabado; por eso, para realizarse como hombre y
poder participar del reino de Dios, necesita «nacer de nuevo/de arriba» o, en
otros términos, «de agua y Espíritu», participando del amor/vida que procede del
Padre y se manifiesta en Jesús. Este nacimiento, que completa el primero, hace que
el hombre sea «espíritu», es decir, fuerza de vida y amor, semejante a Dios (4,24:
Dios es Espíritu) en la capacidad de amar y libre como el Espíritu mismo
(3,8). Pero así como el primer nacimiento no depende de la voluntad del individuo,
el segundo sí. No se trata de un nacimiento automático, ni de un don de Dios arbitrario,
ni de una limosna que Dios hace. El hombre mismo, libremente, debe contribuir a
su creación; es la opción del hombre por el amor y la vida la que lo pone en sintonía
con Jesús y le permite participar de su Espíritu (1,16).
Existen,
pues, para el hombre dos posibilidades: o bien nacer del Espíritu y ser
espíritu (amor leal), ver acabada en sí mismo la obra creadora y comenzar su
camino para realizar en sí el proyecto divino de plenitud de vida, o bien no
responder a la invitación de Dios y quedarse en la esfera de la carne, es decir,
de la debilidad y la impotencia.
La carne
vincula con una
madre (3,4: volver al seno de su madre y nacer), es decir, con una raza y
un pueblo. El Espíritu sopla donde quiere (3,8); el aliento de Dios (Gn
2,7) comunica vida sin estar limitado por raza o región; el Espíritu creador es
libre, no está ligado a nada ni por nadie. Paralelamente, los que nacen del
Espíritu no se sienten encerrados en los límites de un pueblo o tradición. Si
no se pueden establecer reglas para el Espíritu, tampoco el origen, historia o
experiencia anterior pueden ser norma última para el hombre nuevo que nace de él:
El viento sopla donde quiere, y oyes su ruido, aunque no sabes de dónde viene
ni adónde se marcha. Eso pasa con todo el que ha nacido del Espíritu. No se
definen ya por su origen, por su «carne» ni se identifican con ella; tampoco sus objetivos son los que podrían deducirse de
su pertenencia a un pueblo o a una sociedad. No se les puede encasillar, y rompen
los marcos de referencia. Saben de dónde vienen y adónde van, cuál es su itinerario:
el camino hacia el Padre por la práctica del amor leal hasta el extremo (13,1).
Pero el que sigue en la esfera de la «carne» no puede comprenderlo ni acepta su
testimonio para él, la voz del Espíritu es un ruido.
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